Memorias de la casa muerta - Dostoyevski


Cuando dice "Memorias" es exactamente eso. Un joven (típico ruso) obsesionado con un extraño personaje de su pueblo, se aflije tanto por la repentina y natural muerte de éste que decide ir a recoger sus valores personales para poder conocer mejor al fallecido.

Allí descubre un mundo Dostoyevskiano. Seguro que los que ya han leído a Dostoyevski comprenden perfectamente a qué me refiero. Y es que este escritor gozaba de la psicología más que cualquier profesional de hoy en día. Su fascinación por los locos, y aún más, por los desesperados, lo llevaba a hablar una y otra vez de lugares repugnantes que convierten a bellas (o no tan bellas) personas en seres brutales pero dignos de lástima y compasión. Más que detallar los pecados, motivos, acciones o arrepentimientos de los personajes que él crea, sencillamente se deja llevar por un retrato de cómo son ellos en conjunto, en el día a día, manteniendo conversaciones absolutamente normales.

Así, el autor utiliza a Aleksandr Petróvich para darnos una imagen de la famosa prisión siberiana para los forzados. Aleksandr ha sido condenado a 10 años a trabajos forzados por matar a su mujer, pero no se hace en el libro referencia alguna a este hecho. En realidad, al protagonista se lo presenta como un ejemplo de bondad, de tristeza, de inocencia y de soledad provocada por la falta de compañerismo que muestran sus semejantes con él.

Sin embargo no deja de describir, no tanto la penosa situación con la suciedad y los terribles trabajos, o incluso las pulgas y chinches o el hambre extrema que les acusaba, sino el carácter amigable o extraño de sus compañeros y sus manías y comportamientos cuando tenían que enfrentarse a los castigos corporales de los varazos. Así, tanto nos habla de un noble acusado de parricidio como de un viejo judío astuto y rico como ninguno en la cárcel. Pasa por el inocente y engañado Alid, por Oslvo (un típico rey de los ladrones rusos) o incluso por hombres de moral inquebrantable. Todo es poco para el viejo Dostoyevski para hablarnos del comportamiento y de las manías de su patria rusa.

Y ahí acaba la historia! Es decir, cuando el escritor se aburre de inventarse personajes, de golpe la corta sin ni siquiera despedirse. Es... no sé, como leer el esbozo de una novela futura que alguien todavía no se atrevió a escribir. Pero el cariz que tomaban las conversaciones entre los presos le da un ambiente que te hace reír, disfrutar y tomarle cariño a ese par de líneas que de la nada aparece y en la nada desaparecerá.


Aquí os lo dejo.

Varlámov sonrió al verme senta­do en mi sitio junto a la estufa, se detuvo, reflexionó un instante, avanzó luego resueltamente hasta dos pasos de distancia del sitio que yo ocupaba, volvió a detenerse, tem­pló su guitarra y cantó en tono de recitado:

Tiene mi amada

El rostro blanco y lleno

Y es lo mismo que un pájaro si canta.

Con su ropa de satén

Brillantemente adornada

Está la hermosa muy bien.


Esta canción puso a Bulkin fue­ra de sí: agitó los brazos y exclamó, dirigiéndose a todos:

-¡Miente, hermanos, miente co­mo un sacamuelas! ¡Es mentira todo lo que dice!

-Presento mis respetos a nues­tro viejo Aleksandr Petróvich -di­jo Varlámov inclinándose ante mí con sonrisa amable.

La frase “mis respetos al viejo” la emplea el pueblo bajo de Siberia, aun dirigiéndose a los jóvenes. La pala­bra viejo, signo de respeto, de vene­ración y de cortesía, encierra tam­bién reconocimiento de superioridad.

-¿Cómo vamos, Varlámov? -le pregunté por decir algo.

-Así, así -me contestó-; tram­peando, como siempre. Los verda­deramente afortunados en esta fies­ta son los que están borrachos des­de el amanecer. ¡Dispénsame!

-¡Miente! ¡Miente! -repitió Bul­kin, golpeando furiosamente la cama con el puño cerrado.

Diríase que Varlámov había em­peñado su palabra de honor de no hacer caso de su acólito; y lo más curioso del caso era que Bulkin no le había dejado ni un minuto si­quiera desde la mañana, exclamando invariablemente apenas desplegaba aquél los labios:

-¡Miente! ¡Miente!

Le seguía como su sombra, tra­taba de armar pendencia con él a cada palabra que decía, descargaba puñetazos sobre las paredes y los objetos que tenía a su alcance, has­ta ensangrentarse las manos, y su­fría visiblemente por estar convencido de que Varlámov “mentía como un sacamuelas”.

Si hubiese tenido pelos en la ca­beza se los habría arrancado en un acceso de desesperación.

Diríase que había asumido la res­ponsabilidad de todos los actos de Varlámov y que los defectos de éste le atormentasen la conciencia.

Y lo divertido era, repito, que Varlámov no le hacía caso por más que dijese o hiciese.

-¡Embustero! ¡Embustero! ¡Em­bustero! -insistía Bulkin-. No dice ni una palabra que sea verdad.

-¿Y a ti qué te importa? -de­cíanle los reclusos.

-Pues bien -comenzó a decir­ Varlámov bruscamente, dirigiéndose a mí-, cuando joven era yo un buen mozo y las muchachas se des­pepitaban por mis hechuras…

-¡Mentira! -interrumpió Bul­kin-, ¡Ahí le tenéis mintiendo to­davía!

Los presos soltaron la carcajada.

-Por mi parte me pavoneaba delante de ellas; poseía una cami­sa roja, pantalones anchos de fel­pa, me acostaba cuando lo tenía a bien, como el conde de la Botella; en una palabra, hacía cuanto me venía en ganas.

-¡Miente! -declaró Bulkin re­sueltamente.

-Había heredado de mi padre una casa de piedra, de dos pisos, y en dos años no quedó de aquella casa más que las puertas, sin mon­tantes ni columnas. ¡Qué le hemos de hacer! El dinero es como las pa­lomas, que se van y vuelven…

-¡Mentira! -repitió Bulkin más enfurecido aún.

-A los pocos días de llegar aquí, escribí una carta a mi familia, pi­diéndole dinero. Pero dicen que yo he obrado contra la voluntad de mi familia, que le he echado un bo­rrón no sé dónde y… hace ya ocho años que mandé aquella carta.

-¡Sí que tarda la contestación! -observé, sonriendo.

-Pero es el caso -repuso Varlámov, acercando cada vez más su nariz a mi cara- que tengo aquí una amante…

-¿Una amante? ¡Usted...!

-Sí, yo mismo. El otro día me decía Onufriyev: la mía es delgada como una aguja y más fea que el demonio, pero no es mendiga como la tuya.

-¡De manera que su amante es mendiga?

-¿Pues qué pensabas que era, princesa real? -me respondió-. Es una mendiga.

Y reía estrepitosamente, hacién­dole coro los demás, pues todos sa­bían que, en efecto, tenía relacio­nes con una pordiosera, a la que daba en junto diez kopeks cada seis meses.

-Bueno, ¿qué quiere usted?­ -pregunté, deseando que me dejase en paz.

-¿No me pagarás por esto me­dio litro? En todo el día no he be­bido más que té -añadió alegre­mente, tomando el dinero que yo le daba-, y el té me sienta muy mal… se me está revolviendo el vientre… como si fuera una botella de agua.

La desesperación de Bulkin no tuvo límite al ver que yo entrega­ba dinero a Varlámov.

-¡Pero qué loco! -exclamó, mi­rando con los ojos desencajados en su derredor-. ¡No conoce que to­do lo que dice este hombre es men­tira!

-¡Te quieres callar! -exclama­ron, impacientes, algunos reclusos-. ¿Qué te puede importar lo que ha­gan los demás?






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