Nunca me abandones


Absolutamente falta de inspiración en cuanto a títulos de obras de ebooks descargar, tiré del primer nombre de la famosa lista de los "1001 libros que deberías leer antes de morir".

"Nunca me abandones" o "Never let me go" de Kazuo Ishiguro no era en absoluto lo que me esperaba al leer el nombre japonés del autor. De hecho, el libro parece más una oda a Inglaterra mezclada con melancolía, tristeza y recuerdos empañados por vainilla y una cortina de lluvia que una novela sobre clones.

Y es que la trama es absolutamente despistadiza en el primer momento! Te habla de Katty, una cuidadora que, cansada de recorrer las carreteras de todo el país en su pequeño cochecillo, comienza a recordar sus días cuando era pequeña en el internado, y las cosas que hacía con Tommy y Ruth, sus dos mejores amigos.


Las únicas conclusiones que sacas de este libro son las siguientes: Katty es la mítica "listilla" que todo lo hace bien. Ruth es tan odiosa que si llego a estar dentro de la trama, la ahogo con una almohada! Y a Tommy le falta una personalidad que sus ataques de rabia no consiguen tapar.

Y es que la vida que cuenta la autora se basa en mínimas anécdotas de los momentos infantiles y castos que pasan una serie de personas de las que te enteras (pronto) que son clones creados sólo para donar sus órganos. Y sin embargo no hay rabia ni ira en los personajes, ni dramatismo o desgarradoras descripciones en los momentos en los que los personajes mueren por dar sus órganos a "personas reales". Sino siempre ese encefalograma plano de las campiñas inglesas.

¿Y el título? Pues está sacado de una canción que escuchaba mucho Katty cuando era pequeña y que crea, con su descripción, la que creo que es la única imagen mental bonita que me llevo de la novela.


¡Pero bueno! Siempre podéis descargarla... de aquí (Gracias quedelibros.com). Yo por el momento no pierdo la esperanza en la lista de los 1001 títulos para leer. Al fin y al cabo, tiene buenas referencias!


Os dejo, como siempre, un trocito de la obra!


¿Qué es lo que tenía de especial esa canción? Bueno, lo cierto es que no solía escuchar con atención toda la letra; esperaba a que sonara el estribillo: «Oh, baby, baby... Nunca me abandones...», y me imaginaba a una mujer a quien le habían dicho que no podía tener niños, y que los había deseado con toda el alma toda la vida. Entonces se produce una especie de milagro y tiene un bebé, y lo estrecha con fuerza contra su pecho y va de un lado para otro cantando: «Oh, baby, baby... Nunca me abandones...», en parte porque se siente tan feliz y en parte porque tiene miedo de que suceda algo, de que el bebé se ponga enfermo o de que se lo lleven de su lado. Incluso en aquella época me daba cuenta de que no podía ser así, de que tal interpretación no casaba con el resto de la letra. Pero a mí no me importaba. La canción trataba de lo que yo decía, y la escuchaba una y otra vez, a solas, siempre que podía.

Por aquella época tuvo lugar un extraño incidente que quiero reseñar aquí. Me causó una gran desazón, y aunque no habría de entender su significado real hasta muchos años después, creo que, incluso entonces, llegué a vislumbrar su profunda trascendencia.

Era una tarde soleada y había ido al dormitorio a buscar algo. Recuerdo lo luminoso que estaba todo porque las cortinas no habían sido descorridas por completo, y el sol entraba a raudales y podías ver el polvo en el aire. No tenía intención de escuchar la cinta, pero al verme allí a solas sentí un impulso y cogí la casete del arcón de mis cosas y la puse en la pletina.

Puede que el volumen lo hubiera dejado alto la última en utilizar el aparato, no lo sé; pero estaba mucho más alto que de costumbre, y probablemente por eso no la oí llegar. O quizá me dejé ganar por la pura complacencia. El caso es que empecé a bambolearme lentamente al compás de la canción, abrazando contra mi pecho a un bebé imaginario. De hecho, para hacerlo todo más embarazoso, fue una de esas veces en las que abrazaba una almohada haciendo como que era mi bebé, y danzaba despacio, con los ojos cerrados, cantando suavemente con Judy cada vez que sonaba el estribillo: « Oh, baby, baby... Nunca me abandones...».

La canción casi había terminado cuando algo me hizo percibir que no estaba sola. Abrí los ojos y me encontré mirando a Madame, que me observaba a través de la puerta entreabierta.

Me quedé petrificada. Al cabo de uno o dos segundos, empecé a sentir un tipo nuevo de alarma, porque intuí que en la situación había además algo muy extraño. La puerta, como digo, estaba entreabierta —había una norma que estipulaba que las puertas de los dormitorios no podían cerrarse del todo más que cuando nos íbamos a dormir—, pero Madame ni siquiera había llegado a ocupar el umbral. Estaba afuera, en el pasillo, muy quieta, con la cabeza ladeada para poder ver lo que sucedía dentro. Y lo extraño del caso era que estaba llorando. Tal vez había sido uno de sus sollozos lo que había irrumpido en la canción y me había sacado bruscamente de mi ensueño.


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