La verdad es que el libro me recordó mucho a 1984, reseña de la que ya os he hablado aquí. Todo eso de las pantallas gigantes, la "familia" hablándote a todas horas, el control absoluto de la población por los medios de comunicación, los niños - asesinos, el silencio de la cultura y la persecución de los "inocentes" me lleva a pensar en que el autor (Ray Bradbury) se dejó llevar por las influencias que causaron en él George Orwell.
Pero bueno! El libro trata sobre una especie de futuro ficticio en el que el ocio es algo tan importante que los hombres deciden olvidarse de los libros y abandonarlos para siempre, porque los libros les hacen infelices. Es decir, una persona es más culta que otra y va pavoneándose de sus conocimientos por donde va... pero el que no es culto se pregunta ¿por qué sacrificarme cuando puedo dedicarme al ocio? Esto llega a un extremo tan grande que le Gobierno sólo se peocupa por el disfrute del ocio de su pueblo... y para ello mandan a los bomberos a quemar los libros.
La historia, cómo no, te mete en la cabeza del pobre Montag, un bombero que disfruta como nadie quemando libros. Pero entonces un día conoce a una chica de 17 años sacada de un cuento de fantasía. Esta chica le habla del placer de saborear la lluvia, de escuchar las hojas crujir o, sencillamente, de caminar por la noche. Y eso le hace plantearse si el mundo en el que vive, las cosas que hace y la gente a la que "supuestamente ama" , son reales o sólo producto del lavado de cerebro que les han impuesto.
Farenheit 451 es una novela muy muy cortita, sencillita y que te lees en un par de horitas en las que no te apetezca meterte con los clásicos. Es sencillamente increíble la forma en la que te presentan la deshumanización de una forma tan sencilla y posible... Y de hecho, a mí me preocupa más que en un futuro el ser humano se vuelva más un adicto al ocio que el control absoluto de los medios de comunicación por el que tanto berreó Orwell.
Ganó el Premio Hugo a "La Mejor Novela" en 1954 y tiene una adaptación cinematográfica!
Está muy bien! Podéis bajároslo de aquí!
Y ahora, el trocito de rigor!
-¡Mildred!
El rostro de ella era como una isla cubierta de nieve sobre la que podía caer la lluvia sin causar ningún efecto; sobre la que podían pasar las movibles sombras de las nubes, sin causarle ningún efecto. Sólo había el canto de las diminutas radios en sus orejas herméticamente taponadas, y su mirada vidriosa, y su respiración suave, débil, y su indiferencia hacia los movimientos de Montag.
El objeto que él había enviado a rodar con el resplandeció bajo el borde de su propia cama. La botellita de cristal previamente llena con treinta píldoras para dormir y que, ahora, aparecía destapada y vacía a la luz de su encendedor.
Mientras permanecía inmóvil, el cielo que se extendía sobre la casa empezó a aullar. Se produjo un sonido desgarrador, como si dos manos gigantes hubiesen desgarrado por la costura veinte mil kilómetros de tela negra. Montag se sintió partido en dos. Le pareció que su pecho se hundía y se desgarraba. -Las bombas cohetes siguieron pasando, pasando, una, dos, una dos, seis de ellas, nueve de ellas, doce de ellas, una y una y otra y otra lanzaron sus aullidos por él. Montag abrió la boca y dejó que el chillido penetrara y volviera a salir entre sus dientes descubiertos. La casa se estremeció El encendedor se apagó en sus manos. Las dos pequeñas lunas desaparecieron. Montag sintió que su mano se precipitaba hacia el teléfono.
Los cohetes habían desaparecido. Montag sintió que sus labios se movían, rozaban el micrófono del aparato telefónico.
-Hospital de urgencia.
Un susurro terrible.
Montag sintió que las estrellas habían sido pulverizadas por el sonido de los negros reactores, y que, la mañana, la tierra estaría cubierta con su polvo, como si se tratara de una extraña nieve. Aquél fue el absurdo pensamiento que se le ocurrió mientras se estremecía. la oscuridad, mientras sus labios seguían moviéndose.
Tenían aquella máquina. En realidad, tenían dos. Una de ellas se deslizaba hasta el estómago como una cobra negra que bajara por un pozo en busca de agua antigua y del tiempo antiguo reunidos allí. Bebía la sustancia verduzca que subía a la superficie en un lento hervir. ¿Bebía de la oscuridad? ¿Absorbía todos los venenos acumulados por los años? Se alimentaba en silencio, con un ocasional sonido de asfixia interna y ciega búsqueda. Aquello tenía un Ojo. El impasible operario de la máquina podía, poniéndose un casco óptico especial, atisbar en el alma de la persona a quien estaba analizando. ¿Qué veía el Ojo? No lo decía. Montag veía, aunque sin ver, lo que el Ojo estaba viendo. Toda la operación guardaba cierta semejanza con la excavación de una zanja en el patio de su propia casa. La mujer que yacía en la cama no era más que un duro estrato de mármol al que habían llegado. De todos modos, adelante, hundamos más el taladro, extraigamos el vacío, si es que podía sacarse el vacío mediante la succión de la serpiente.
El operario fumaba un cigarrillo. La otra máquina funcionaba también.
La manejaba un individuo igualmente impasible, vestido con un mono de color pardo rojizo. Esta máquina extraía toda la sangre del cuerpo y la sustituía por sangre nueva y suero.
-Hemos de limpiamos de ambas maneras -dijo el operario, inclinándose sobre la silenciosa mujer-. Es inútil lavar el estómago si no se lava la sangre. Si se deja esa sustancia en la sangre, ésta golpea el cerebro con la fuerza de un mazo, mil, dos mil veces, hasta que el cerebro ya no puede más y se apaga.
-¡Deténganse! -exclamó Montag-.
-Es lo que iba a decir -dijo el operario-.
-¿Han terminado?
Los hombres empaquetaron las máquinas.
-Estamos listos..
La cólera de Montag ni siquiera les afectó. Permanecieron con el cigarrillo en los labios, sin que el humo que penetraba en su nariz y sus ojos les hiciera parpadear.
-Serán cincuenta dólares.
-Ante todo, ¿por qué no me dicen si sanará?
-¡Claro que se curará! Nos llevamos todo el ve; no en esa maleta y, ahora, ya no puede afectarle. como he dicho, se saca lo viejo, se pone lo nuevo y que dan mejor que nunca.
-Ninguno de ustedes es médico. ¿Por qué no han enviado uno?
-¡Diablo! -El cigarrillo del operario se movió, sus labios-. Tenemos nueve o diez casos como ése cada noche. Tantos que hace unos cuantos años tuvimos que construir estas máquinas especiales. Con lente óptica, claro está, resultan una novedad, el re es viejo. En un caso así no hace falta doctor; lo único que se requiere son dos operarios hábiles y liquidar e1 problema en media hora. Bueno -se dirigió hacia! puerta-, hemos de irnos. Acabamos de recibir otra llamada en nuestra radio auricular. A diez manzanas aquí. Alguien se ha zampado una caja de píldoras, si vuelve a necesitamos, llámenos. Procure que su es permanezca quieta. Le hemos inyectado un antisedante, Se levantará bastante hambrienta. Hasta la vista.
Y los hombres cogieron la máquina y el tubo, caja de melancolía líquida y traspasaron la puerta.
Montag se dejó caer en una silla y contempló mujer. Ahora tenía los ojos cerrados, apaciblemente él alargó una mano para sentir en la palma la tibieza la respiración.
-Mildred -dijo por fin-.
«Somos demasiados -pensó---. Somos miles de millones, es excesivo. Nadie conoce a nadie. Llegan u desconocidos y te violan, llegan unos desconocidos desgarran el corazón. Llegan unos desconocidos y llevan la sangre. ¡Válgame Dios! ¿Quiénes son hombres? ¡Jamás les había visto!»
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