Una gota cae desde algún lugar inesperado de la habitación de cemento, ahondando un poco más en el suelo. La incómoda silla de oficina me tiraba de la espalda y me obligaba a adoptar posiciones poco cómodas. En realidad ni siquiera debería de estar preocupado por cómo sentarme.
Trago saliva sólo para ser consciente de que todavía existe un yo, un Roberto oculto detrás del disfraz de Heinlein. Me desgarro hacia dentro antes de tomar una apresurada bocanada de aire. Un Zippo se burla de mí con su sonido metálico antes de que me atreva a desenterrar mi rostro de mis manos sudadas. Apesto. No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero la verdad es que apesto... gages del desodorante de marca blanca, supongo.
Mi guardián enciende con perversidad un cigarrillo y se lo lleva a la boca, enredándome en ese humo tan desesperanzador que recordaba a la polilla de un ataúd de tercera. Y deseo ese cigarrillo, lo deseo como el que se aferra a un último aliento de vida. Bizqueo, lloriqueo, miro hacia los lados en ese cajón gris de cemento. Tengo claustrofobia, pero Heinlein no... así que debo seguir aquí, amortajado, con mis manos sudadas en mis fosas nasales, con mis ojos cerrados por el pegamento de muerto que parece proporcionarme mi propio cerebro.
De pronto, él saca de su bolsillo un mando inalámbrico y pulsa un botón de forma aleatoria. El aire se enrarece, los sonidos se encrudecen y por un momento a mi llega a la cabeza las imágenes de los judíos de los campos de exterminio nazis de las películas de cine documental. Tiemblo de pánico, entierro más mi cobarde jeta y dejo que todo mi cuerpo hable por mí, rezando sólo para no mearme en los pantalones más de lo que ya estoy.
Y entonces... Tchaikovsky. Tchaikovsky con todo su poder y con toda su genialidad empieza a inundar el aire, penetrando en mi cerebro como acusándome deliberadamente que sea un analfabeto de mierda salido de la Loxe que no ha escuchado otra cosa en su vida que Estopa y La Oreja de Van Goh.
- Estoy perdido - me digo a mí mismo absolutamente convencido antes de romper a llorar como un descosido, como un crío necio y absolutamente... Me faltan las palabras... puto gilipollas...
- ¿Le gusta Tchaikovsky? - parece apuntar el burlón retrato de Lewis Caroll con su amada Alicia desde la pared.
Tardo en levantar mi cabeza antes de enfrentarme a aquel perfilado flequillo rubio alemán, con sus manos heladas entrelazadas y su libreta de evaluación cerrada sobre sus piernas.
- M... encanta... - titubeo entre germánicas mentiras.
Él se humedece los labios antes de volver a darle una calada a su cigarrillo, alzando las cejas al son del tic tac del reloj, de la gota que cae nuevamente contra el suelo, de las risas de Lewis Caroll y de mis propios sollozos mal ahogados.
- Entonces... ¿por qué llora usted? - se vanagloria en su sonrisa de ejecutor.
Verdugo, carnicero, maldito asesino traidor... Sorbo los mocos una vez más, me limpio la nariz con la manga de mi sucia chaqueta antes de mirar hacia otro lado, escapando de la Alicia violada brutalmente por la sucia mente de aquel hombre. Tiemblo ante miles y miles de palabras por decir cuando un segundo antes me habían abandonado con tanto ahínco. Me retuerzo de dolor antes de tocarme la verruga del cuello y resumir mi agobio.
- Mañana es el fin del mundo, y me está esperando.
Hans sonríe y cierra su Zippo; y entonces yo, por primera vez, me permito posar los pies sobre el suelo encharcado de gasolina, sin dejar de vigilar ni por un segundo su cigarrillo. Quién sabe... si por un descuido al señor Winterkorn le diera un desmayo, o se descuidara, o se le cruzaran los cables debido a una alineación pérfida de los planetas sobre su ascendencia familiar, yo ardería como una tea... Y conmigo, ardería mi grabadora...
La puerta se cierra herméticamente y yo vuelvo a respirar hondo y a llorar. Soy claustrofóbico ¡MALDITA SEA! PERO... pero... Heinlein no... y por ello debo calmarme... y por ello, debo respirar.
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La ciudad de los condenados II
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Espero que algún día lo escribas.